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Por: La Nación 2/4/05 | 02/04/05

Opinión – Vivir y morir como Terri Schiavo


MIAMI - El mismo día en que Terri Schiavo murió, tras pasar 15 años en estado vegetativo, Charles Wells, un marine integrante de la Segunda Fuerza de Apoyo estacionada en Camp Fallujah, Irak, falleció cuando el vehículo que conducía pisó accidentalmente una mina.

Wells provenía del condado de Orange, en Florida, no lejos de donde Terri había pasado sus últimos años. En su vida civil era bombero y, cuando fue llamado a servir en Irak por primera vez, se hallaba completando un curso de técnico en emergencia médica. Regresó al curso después de cumplir su servicio, pero a los pocos meses fue convocado por segunda vez.

Ya no volvería de esa misión. Al morir, dejó una esposa joven y una niña pequeña. Excepto por el periódico local, la noticia de la muerte de Charles Wells no apareció en ninguna parte. No hubo vigilias ni demostraciones reclamando por su derecho a la vida. Cuando su féretro regrese a los Estados Unidos, desembarcará subrepticiamente, como ha venido sucediendo con las más de 1500 bajas norteamericanas desde el comienzo de la guerra, y más allá del limitado grupo de quienes lo conocieron, su muerte no habrá afectado más que las estadísticas.

Schiavo, en cambio, transitó el breve trecho que la separaba de la muerte, ajena a las banderas que se alzaban a favor o en contra de su causa. Desde que sufrió un paro cardíaco, en febrero de 1990, que le provocó una lesión cerebrovascular, vivía en lo que clínicamente se denomina estado vegetativo persistente (EVP), conectada a un laberinto de tubos y aparatos.

No fue ninguna milagrosa circunstancia la que catapultó su caso a los medios de todo el mundo, sino la batalla legal que enfrentó a su marido, que bregaba por permitir a Terri “morir dignamente”, y a sus padres y hermanos, quienes creyeron adivinar en algunas de las reacciones reflejas signos esperanzadores

Este hecho, por si mismo, tampoco hubiera trascendido más allá de la anécdota si la cruzada moral de la derecha cristiana en los Estados Unidos no hubiera estado al acecho de una nueva causa a través de la cual reafirmar su convicción en el inalienable derecho a la vida humana que se extiende desde la matriz femenina hasta las máquinas de resurrección de los hospitales, y si la prensa no hubiera mordido el señuelo. Tal fue la escalada mediática de esta cruzada, que la cobertura de la muerte de Terri, ayer, mereció un despliegue varias veces más amplio que la agonía del Papa.

Pero la paradoja del caso Schiavo es que los cientos de personas que congregaron a las puertas del hospital donde Terri yacía, para reclamar que se prolongara artificialmente su vida, junto con los millones que acompañaron la plegaria, son, en su mayoría, los mismos que votaron por George W. Bush, defienden la guerra en Irak y reclaman la pena capital. La misma persona capaz de pasar la noche en vigilia por el derecho a la vida de Schiavo, considera que quienes se oponen a la guerra donde murió Charles Wells son discípulos del demonio y celebra cuando el Estado se arroga el derecho de poner fin a la vida de un condenado.

La excepción a esto último son los católicos, quienes doctrinariamente se oponen a la pena de muerte, pero en la tajante dicotomía ideológica que disocia a la sociedad norteamericana en dos campos irreconciliables, la mayoría de los católicos se agrupa junto a los “pro vida”. El término parece mucho más un acierto publicitario que una descripción veraz de propósitos. Detrás de la activa y a menudo violenta oposición al aborto, está la monumental confusión que resulta de ponderar el derecho a la vida, sea ésta embrionaria o vegetativa, e ignorar la política responsable de la muerte de 100.000 civiles en Irak.

El miércoles, en Fallujah, Charles Wells murió sin saber exactamente a qué causa había entregado la vida. Tampoco lo saben su mujer y su hija. La muerte de Terri Schiavo no es menos dolorosa ni significante, pero ocurrió quince años atrás, cuando su actividad neurológica se apagó. El resto no ha sido más que esperanza vana y tecnología.

Por Mario Diament