«Me fui de mi casa a la Universidad Mc Gill a los 15 años -cuenta Dosne de Pasqualini-. A los 22, gané una beca para venir a trabajar durante un año con el doctor Houssay y me enamoré de este país y de su gente. Después me casé con Rodolfo [Pasqualini] y ya me quedé a vivir aquí, pero mi madre era una mujer muy ordenada y guardó todas las cartas que le mandé semanalmente durante 35 años. En 1980 se murió mi padre y ella me dijo: «Tengo todas tus cartas, ¿qué querés que haga?» Yo le dije que las tirara. Rodolfo se interpuso: «No, vamos a hacer unos paquetes y las mandamos a Buenos Aires», decidió. Eran cuatro enormes paquetes que recorrían mi vida desde los 15 a los 60 años. Entonces, cuando él se enfermó y tuve que estar mucho más en casa con la computadora, empecé a abrirlas y a escribir.»
Con la ayuda invalorable de esa correspondencia, que le permitió precisar días, horas, nombres y sensaciones, Christiane se lanzó a escribir un texto que hilvana los días finales de la enfermedad de su marido, que por padecer un trastorno motor debía permanecer en su casa sin poder caminar, su actividad actual en la Academia de Medicina, donde todavía concurre diariamente a las 8 de la mañana, los lejanos días en Hawkesbury, un pueblito de 5000 habitantes entre la nieve de Canadá, su llegada a la Argentina, su año con Houssay, su trabajo en la Sección de Leucemia Experimental, que fundó y donde se dedicó a la investigación en cáncer.
El libro rebosa de anécdotas y apuntes cotidianos, y por sus páginas desfilan muchos de los «próceres» de la ciencia nacional. «Siempre leí mucho… ¡y en los tres idiomas! -cuenta, con ese leve acento francés que aún conserva-. Antes me gustaban más las novelas, pero a esta altura del partido me interesan más las biografías… Al leer ésta, yo misma me decía: «¿Cómo pudimos haber hecho tantas cosas? Especialmente en la época en que los chicos eran pequeños, porque Rodolfo había creado el Instituto Nacional de Endocrinología, íbamos ambos al Instituto, ambos al [Hospital] Rawson…»
Buena parte del libro está dedicada a la vida familiar de los Pasqualini. Rodolfo había hecho su tesis de investigación también con Houssay. «Después entró como médico en el servicio militar porque había que encontrar una forma de tener dinero -recuerda Christiane-. Y lo primero que te decía Houssay era: «Si tiene dinero, fantástico, pero yo no le puedo dar nada». Es que no había nada, no había forma de hacer investigación. Houssay creó el Conicet mucho después, en el 58, y esto era en el 44.»
La amistad que se había iniciado en el Instituto de Fisiología muy pronto se transformó en un amor que se prolongaría durante seis décadas, a pesar de que la intrépida canadiense no quería compromisos. «Cuando Rodolfo me propuso matrimonio yo dudé -recuerda-. Al final le dije, «bueno, pero con una condición: que nunca me hagas dejar mi trabajo». El me contestó: «Está bien, pero que sea en la Argentina»».
Y así fue. Mientras Rodolfo se convertía en un endocrinólogo de renombre (escribió los libros de enseñanza de su especialidad y una reflexión sobre su vida profesional, En busca de la medicina perdida ), Christiane se las arreglaba para tener cinco chicos en seis años y seguir cultivando la vida científica con el mismo entusiasmo.
Hoy Diana y Titania, gemelas, son médicas (una especialista en endocrinología clínica, como su padre, y otra en adolescencia), Enrique es físico en la Comisión Nacional de Energía Atómica, Sergio es especialista en fecundación asistida y Héctor, ingeniero industrial especializado en petróleo. Todos trabajan en el país.
«Gracias a María, mi fiel gallega, que estaba «al pie del cañón», no dejé nunca la ciencia -rememora Christiane, maestra de 60 científicos, 30 hombres y 30 mujeres-. Además fue muy fácil criar a mis chicos, porque nacieron todos en block y felizmente no dieron ningún trabajo para estudiar… Y nunca me sentí culpable, porque así los chicos se crían más independientes.»
Frecuentemente, esa historia íntima y gozosa le abre paso a una mirada reflexiva sobre la historia grande de la ciencia. Acerca de Houssay, que a lo largo de toda su vida le profesó un singular cariño, opina: «Creo que su obra mayor fue la creación del Conicet, porque profesionalizó la investigación».
Y agrega: «Lo importante de su enseñanza fue el full time, que es lo que desgraciadamente se está perdiendo porque el espíritu es diferente. Yo todo ese año que estuve [con la beca] entraba en el Instituto a las 8 de la mañana y salía a las 7 de la tarde. El full time es pensar todo el día en el trabajo. Y estar. Para mí, la computación va en contra de esto, porque mucha gente se queda trabajando en su casa. Pero eso es malo, porque el idioma de la investigación se aprende de la mano del director, y el director no puede estar en su casa, ¿dónde se ha visto eso?, no estar en el laboratorio, al alcance de todos sus discípulos. Ahora se habla más con la computadora que con el director…»
Sobre la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, afirma: «El doctor [Eduardo] Charreau hizo un gran avance aumentando tanto el número de investigadores y el Ministerio de Ciencia es un logro importante. Acercar la investigación básica a la investigación aplicada es poner a la Argentina en el mapa mundial».
Acerca de los científicos argentinos asegura: «Yo siempre dije que tienen una gran virtud, un gran valor: su creatividad, su originalidad. Pero eso viene contrarrestado por la falta de disciplina y de orden. Por eso, cuando llegan a los Estados Unidos, donde les sobra la infraestructura, producen tanto en tan poco tiempo. Mientras que acá pierden tiempo en pavadas, entonces la producción baja. Las mujeres especialmente, porque les encanta diseminarse en cualquier cosa, y usan los chicos muchas veces de pretexto. Está bien un poco de chicos… pero hay que adaptarse a las dos cosas, y hacer las dos cosas bien».
Sobre la diferencia entre hombres y mujeres a la hora de hacer ciencia, subraya: «La mujer es perfeccionista y obsesiva, y para publicar un trabajo dará mil vueltas, porque nunca le alcanzan los datos. El hombre, en cambio, está apurado por publicar para obtener rápidamente una promoción. Entonces el hombre arma tres o cuatro trabajos chiquitos y la mujer tiene uno solo, pero muy bueno. Yo creo que la mujer ganó enormemente. Mi madre se dedicó ciento por ciento a su marido y sus hijos, aunque era muy inteligente y podría haber hecho otra cosa. Cuando yo empecé, fuimos cuatro mujeres entre 80 estudiantes de medicina. Cuando terminaron mis hijas, las mujeres ya eran el 33%. Y cuando terminó mi nieto, en el 99, ya eran el 55%. Y todo en dos generaciones.»
Lúcida, activa, apasionada, Christiane Dosne de Pasqualini, que después de esta primera experiencia literaria ya se abocó a escribir la historia del Instituto de Investigaciones Hematológicas, le da la razón a Jean Paul Sartre, que decía: «La felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace».
Por Nora Bär
De la Redacción de LA NACION