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Por: Perfil | 18/09/05

Tierra no tan fértil


Querer y no poder. Buscar y soportar. Insistir y cansarse. Seguir intentando y lograrlo. Tener un hijo es el motor de vida para muchas parejas y se reactiva ante las dificultades para el embarazo. La tecnología aplicada a la reproducción avanzó pero sigue sin dar garantía del éxito. Aquí, cuatro casos conmovedores de la lucha signada por la esperanza.

Hay un canon simplificado de la vida según el cual hay que tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol para sentirse realizado, e incluso estas dos últimas misiones pueden verse como otros modos de parir. En la Argentina, al igual que en el resto del mundo, existe un 15 por ciento de la población que, antes de lograrlo, tiene que superar la prueba de la infertilidad y aceptar la ayuda de la ciencia, en un proceso que exige fuerza de voluntad, paciencia y dinero.
«Juntos estamos re bien, pero es como que necesitamos algo más, y bueno, ese algo más es un hijo». Así explica Laura Salgado la búsqueda que hace seis años emprendió con su esposo. «Nosotros nos casamos sabiendo que no íbamos a poder tener hijos, porque hice un tratamiento con quimioterapia», cuenta Alfredo, el marido.

La cura del cáncer afectó tanto sus espermatozoides que la única posibilidad de experimentar el embarazo era recurrir a una inseminación artificial con semen de donante. Aunque él lo aceptó desde el inicio, Laura prefería buscar la adopción.

Cada, vez menos parejas recurren a bancos de esperma, favorecidos por nuevas técnicas que permiten utilizar los espermatozoides propios aun cuando sean débiles. «Hace 20 años era común que un hombre usara un donante, pero hoy es bastante raro.

Los centros dejaron de tener bancos cuando vieron que poca gente los necesitaba», asegura Ramiro Quintana, subdirector del instituto de fertilidad IFER.

Después de caminar juzgados sin éxito y con mucha frustración, Laura aceptó inseminar e hicieron seis intentos con esperma donado, pero aun así un problema inmunológico no contemplado por los médicos la llevaba a abortar a los pocos días de estar embarazada.

«Paramos porque ya no teníamos ahorros y porque estaba preocupada», explica Laura, que es maestra y que al igual que Alfredo, que trabaja como carpintero, tiene 35 años. En su casa de San Justo siempre hubo una habitación preparada para el nuevo miembro de la familia. Laura confiesa:
«Hay momentos en que te dan ganas de dejar todo de lado, pero queremos ser padres y ojalá quedara embarazada y también me llamaran para adoptar. ¿Qué mejor? Doblemente felices vamos a ser».

«En el colegio, un día un chico me regaló una estampita de la Virgen de la Dulce Espera, y me dijo: ´Seña, ¿sabe por qué todavía no tiene un hijo? Porque Dios está en el cielo buscándole el bebé más lindo, tan lindo que todavía no lo encontró´´, cuenta Laura, y agrega: «Yo no sabía cómo esconder las lágrimas, pero creo que debe ser así».

Hoy, ella y Alfredo siguen a la espera de que se destrabe un conflicto con la obra social de los maestros, para que les cubra una medicación muy costosa y puedan volver a intentarlo.

La de ellos es una situación muy común en el país, donde existen grandes vacíos alrededor de la medicina reproductiva y muchas veces la paciencia se vuelve fundamental ante las decepciones, la ansiedad y la impotencia de querer y no poder, tanto por los obstáculos naturales como por los que suma la economía.

La paciencia del mundo. Myriam y Marcelo Arinci pueden dar una cátedra de determinación: buscaron por trece años hasta que Matías llegó a sus vidas. «Empezamos cuando me casé, a los 21, en el 89», cuenta Myriam. Desde entonces, pasaron por cientos de especialistas y técnicas. «En la última inseminación, la número trece, había una bióloga nueva y nos matábamos de risa. No lo podía entender, nos preguntaba si no estábamos nerviosos, ¿y qué nerviosos podíamos estar, si ya éramos expertos?», revive Marcelo.

Primero utilizaron métodos de los llamados de baja complejidad, como la estimulaci6n ovárica, que sube las chances de fecundación en las relaciones sexuales, y después hicieron inseminación artificial, donde el semen del varón se inocula en el cuerpo del útero. Nada. «Cuando no te da resultado empezás a volverte loca», relata Myriam, que en algún momento se sintió estafada en la desesperación de tener un hijo. Para a ella, la fuerza de voluntad femenina es indispensable. «Marcelo decía basta, no hagamos más tratamientos y yo estaba firme, haciendo la inseminación, aplicándome 30 inyecciones en 11 período». Los primeros meses fueron los más duros. «Cada vez que probas y te indisponés, te agarra un bajón», dice Myriam, y lo mismo le pasaba a Laura, que odiaba los test de embarazo, y a Alfredo, que ni siquiera quería ir a comprarlos.

Con los años Myriam se fue poniendo más fría. «El día que nació mi hijo estaba súper contenta, pero no se me cayó una lágrima», confiesa, mientras Matías, de 2 años y fana de Boca, juega con papá.

Para ellos, el método que dio en la tecla fue la inseminación intracitoplasmática (lCSI), una técnica de alta complejidad que inyecta los espermatozoides en el óvulo mismo y así sube las oportunidades de éxito.

A lo largo de esos años de dedicación continua, «porque te ocupa el 95 por ciento de la vida», esta pareja fue probando «todo lo que aparecía». Sucede que la medicina reproductiva es una de las áreas que más creció en la última década. La Argentina no escapó a este proceso.
El doctor Héctor Carrere, director del centro Procrearte, recuerda estos avances: «Con mi mujer tardamos ocho años en tener nuestro primer hijo, porque no había fertilización asistida en el país. Ahí vivi la angustia de no tener las armas necesarias. Y para mi segunda hija, tuve la fortuna de que la técnica ya estaba desarrollada».

Gemelos a los 45.
«Lo primero es trabajar para que la pareja tenga una idea concreta y real de cuáles son sus posibilidades, que no son del 100 por ciento y distan mucho de serlo. En condiciones ideales, una técnica ofrece un 35 por ciento de chances de embarazo en un intento y esto depende mucho de la edad de la mujer», aclara el doctor Carlos Chillik, presidente de la Sociedad Argentina de Endocrinología Ginecológica y Reproductiva. La experiencia de Liliana Smuelover y su esposo, Alejo Cina, es un ejemplo feliz de estos casos. «Me costó entender por qué antes había podido y ahora no, hacerme cargo de lo que pasaba». Para Liliana, lograr un embarazo a los 45 años fue mucho más difícil que a los 25, cuando nació Matías, su primer hijo. «Mi única alternativa era la fertilización in vitro, porque además tenía tapadas las trompas», cuenta.

Durante un año y medio se sometió a este proceso que aspira los óvulos del ovario, los enfrenta a los espermatozoides en el laboratorio y, ya madurado el embrión, lo coloca en el útero.
«Tuve cuatro o cinco intentos con in vitro, que es muy costoso. Por suerte lo pude pagar, pero hay mucha gente que queda en el camino», se lamenta Liliana, quien al final pudo quedar embarazada por partida doble.

Los gemelos Julieta y Valentín tienen once meses y su madre dice que lo principal es querer tener un hijo.

«No importa cómo. Yo lo viví de una manera y otra y siempre es válido. Mi marido tiene siete años menos que yo: ahí ya rompimos una regla», afirma entre risas Liliana, psicóloga de profesión.

A diferencia de ella, muchas otras mujeres de más de 38, por cruzar ese límite que los expertos dan a la plenitud biológica femenina, tienen que recurrir a la donación de óvulos. Según explica Sergio Pasqualini, director del centro Halitus, la ovodonación crece día a día, no sólo porque la búsqueda del embarazo se posterga, sino porque las parejas formadas tras un divorcio desean tener su propia vivencia como padres.

Consejos de expertos.
Isabel de Rolando tiene 47 años, es odontóloga, directora de un grupo de auto ayuda para parejas infértiles y madre por inseminación in vitro. «Desde que empecé el tratamiento hasta que nació María Constanza, pasaron siete años», cuenta Isabel, que en 1995 decidió crear Concebir, «un lugar donde las personas con problemas de fertilidad puedan entenderse y ser entendidos».
Isabel cree qué una mujer enfrenta desafíos antes y después del tratamiento. «Hasta que tuve a mi hija, a pesar de que tengo mamá, no quería festejar el Día de la Madre», confiesa.
Hoy, lo que más le molesta son las indiscreciones. «Hay personas con las que te dan ganas de hablar y otras no.

En el consultorio, ven la foto de mi hija y preguntan por el varón, hasta que me canso y digo: ´Mirá, pasa que soy estéril´´´, cuenta Isabel.

Myriam también recuerda las dificultades del caso. «Me molestaba que mis amigas, cada vez que quedaban embarazadas, me lo dijeran con miedo»: De hecho, su misma hermana le´ confesó que estaba esperando a su tercer hijo recién cuando supo que Myriam había tenido éxito con la fertilización asistida. Y Liliana cree que, si bien es bueno compartir el problema, «no hay que contárselo a todo el mundo, para no cargar con la ansiedad de los demás».

Sobre cómo decírselo a los hijos, Isabel recuerda que a Constanza primero le explicó que no tenía hermanitos «porque no podía», hasta que cuando fue más grande le contó su ´concepción con orgullo. Eso mismo van a hacer los Arinci, que en una carpeta guardan para Matías el camino de su nacimiento.

Todos ellos, los que ya consiguieron el embarazo y quienes aún lo buscan, siguen pensando en el futuro, porque coinciden en que tener un hijo es un paso fundamental en sus historias.
Aunque no el primero ni el último.