Con ese brillo que suelen tener los nenes a los cuatro años, la hija de Héctor mira y toca todo, corre de una punta a la otra de la habitación y da vueltas alredor de la mesa en que su papá está sentado, contando una historia que, por momentos, parece una de esas monsergas inflamadas que cuentan a gritos los evangelistas en Plaza Once: «Cuando era adolescente, si tenía que vender un estéreo para morfar o vender droga, lo hacía. Salíamos cinco días de joda por semana. Mis compañeros de aquella época, que eran unos veinte entre tíos, amigos y primos, se murieron todos de Sida. Yo era el más chiquito del grupo». Pero Héctor, que trabaja de carnicero en su propio local, no remata su historia diciendo que vio la luz ni que una voz lo convocó a salir del camino del vicio. Se enamoró, quiso tener una vida junto a Claudia y eso le hizo cambiar de vida. Eso y el tratamiento con retrovirales. Porque cuando le confirmaron —»Siempre lo supe, aunque me hacía el boludo», dirá más tarde— que tenía el virus del VIH, ya hacía más de cinco años que convivía con él.
No hace una eternidad —digamos, unos diez años atrás—, cuando a una persona le diagnosticaban la presencia del virus VIH en la sangre, la forma en que eso se comunicaba, siempre en secreto, era muy simple y muy lapidaria: «Tiene SIDA». Los informes de la ONU dicen que, en el mundo entero, el número anual de nuevas infecciones disminuyó de tres millones en 2001 a 2,7 millones en 2007. «La epidemia mundial se está estabilizando, pero a un nivel inaceptablemente alto», sentencia el Informe sobre la epidemia mundial de Sida, 2008 de Onusida, el organismo de Naciones Unidas que entiende sobre el tema. El punto de inflexión se da en 1997, año en que gracias al HAART (nombre técnico de las terapias antirretrovirales de alta potencia) las muertes asociadas al Sida en los Estados Unidos se redujeron en más de un 40% en comparación al año anterior. A partir de ahí, se empezó a conseguir que los pacientes con el virus no desarrollen necesariamente el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirido, sino que convivan con el VIH de manera crónica.
Esas tecnologías, por supuesto, mejoraron las expectativas de vida de la mayoría y permitieron empezar a pensar en tener hijos. Lorena Abusamra, infectóloga que trabaja en la Fundación Huésped, dice al respecto: «Antes de la terapia HAART, cuando no se disponía de la carga viral, no se recomendaba el embarazo».
Ahora Héctor tiene 36 años y Claudia, 29. Ella ya no atiende el mercadito con el que sobrevivieron a los 90. Estudió repostería y tiene su propia panadería y despacho de pan. Entre los dos negocios, la pilotean más que bien, sobre todo porque Héctor hace muchos años que tiene la carga viral indetectable. La unión de sus vidas, que lleva ya catorce años, dio como resultado esta belleza de cuatro que, mientras su papá habla, toma agua mineral y opina que hace mucho calor.
Parece que hay dos rasgos en común entre los padres portadores del virus.
Primero, todos acceden a hablar bajo la promesa de que se resguardarán sus nombres verdaderos. Segundo, todos quieren contar su historia porque, dicen, hay demasiadas personas que conviven con el VIH que no saben que pueden tener hijos libres del virus con una probabilidad mayor al 99,5%. La lógica indica que la combinación entre HIV y paternidad tiene tres posibilidades: que ella sea seropositiva y él no, que él lo sea y ella no, o bien que ambos sean portadores. En todos los casos, existen tratamientos para que sus hijos no vengan con un virus bajo el brazo.
¿Padre Coraje o Papá Corazón?
Para el caso en que él es portador y ella no, la técnica que se utiliza es conocida como «lavado de semen». Estrictamente hablando, habría que llamarlo «centrifugado de semen», porque es eso lo que se hace para separar los espermatozoides del líquido seminal. Pero, realmente, la imagen de millones de espermatozoides en el Kohinoor que se logra con esa definición es muy poco edificante. La separación de los componentes del semen es fundamental para conseguir lo que se llama un «concentrado de espermatozoides» libre de los glóbulos blancos en los que la densidad de virus VIH es altísima. Este concentrado se instila (un verbo elegante, también, comparado con sus sinónimos «introduce» o «mete») a través de una cánula o tubito, dentro del útero de la mujer en un procedimiento muy sencillo en la misma camilla de consultas ginecológicas habituales. Es una técnica de alta seguridad y no se reportaron, hasta la fecha, infecciones maternas. Claro que la eficacia concepcional, es decir, los porcentajes de embarazos efectivos con éste método, no pasan del 20% por procedimiento.
Existe, por otra parte, una técnica más eficaz, conocida como ICSI (Inseminación Intracitoplasmática), que consiste en la inyección de un solo espermatozoide adentro del óvulo (específicamente, se inocula en el citoplasma del óvulo, que es el material comprendido entre la membrana y el núcleo del óvulo, de ahí el nombre de la técnica). Este método permite seleccionar un espermatozoide completamente libre de virus y tiene, además, todas las ventajas de la fertilización in vitro, lo que eleva las posibilidades de embarazo. Claro, las diferencias de costos entre las dos técnicas son notables, también.
En una inseminación, una pareja debe invertir aproximadamente mil pesos y ahí se puede terminar todo, porque muchas veces no requiere medicaciones.
Una fertilización in vitro con medicación puede costar entre diez y doce mil pesos.
Sergio Pasqualini es el director médico de Halitus, una de las clínicas privadas en las que se practica este método que, según dice, es en realidad muy nuevo. «No se considera aun un sistema seguro porque no se llegó a los diez mil casos que se necesitan para definirlo así, pero vamos muy bien porque no hay contagios».
Pasqualini, uno de los primeros argentinos en interesarse por practicar la técnica en Buenos Aires, agrega que, entre los médicos y científicos, «la gran discusión es si el virus se incorpora al espermatozoide o va con el espermatozoide ‘pegado’. La realidad es que con los miles de tratamientos realizados, no hubo nunca un contagio. Hubo uno sólo, en Estados Unidos, que generó mucha polémica pero fue mal hecho y no se lo puede tomar como falla del tratamiento».
Héctor y Claudia optaron por la fertilización. Se conocieron cuando él atendía la carnicería del barrio de ella y al tiempo empezaron a convivir. Un día, él se empezó a tratar los herpes que le salían en las manos y se dio cuenta de que había algo más. «Le conté que una noche cambió mi vida», dice Héctor y ella cree importante señalar que lo primero que hizo, cuando se enteró, fue pensar hacia adelante: «No me molestó que estuviera infectado, porque era algo que ya era del pasado, el tema era levantarlo», dice. Y vaya a saber qué piensa la nena, que sigue dando vueltas alrededor de la mesa, sobre qué significará «levantarlo». «Te cuesta razonar —prosigue ella— lo que te está pasando. No sé, para mí fue algo normal aceptarlo, si vos estás con una persona y esa persona tiene alguna enfermedad, no vas a dejar de quererla, ¿no?» Después vinieron los años convulsionados de los saqueos y decidieron cerrar los comercios hasta más adelante. Con el renacimiento para la economía doméstica que supuso la devaluación, volvieron a abrir el mercado y, claro está, a pensar en ser padres. «Nos había dicho un infectólogo que lo trataba —dice Claudia— que se podía hacer lo del lavado de semen, pero no sabíamos dónde». Así empezó una peripecia bastante compartida por la mayoría de los portadores que quieren ser padres: ¿Cómo se hace, dónde se hace? «Está bien que hace cinco años era más difícil saber sobre todo esto, pero en la mayoría de los lugares que consultaba, por ejemplo, en el Hospital Francés, me decían que recurriera a un banco de semen», recuerda Claudia.
Y ¿por qué esa información no llega a quienes debe llegar? Lorena Abusamra, de la Fundación Huésped, dice que se hace lo posible y un poco más para que los datos que le llegan a la comunidad sean claros y probadamente ciertos. «Lo que hacemos cuando hay parejas discordantes que quieren ser padres, en general, es darles la información nosotros; es decir, se les informa todo lo que tienen que saber sobre el tema (opciones para quedar embarazadas, riesgo de transmisión, controles, modalidades de parto, etcétera) y después se los deriva a un centro de fertilización para que les detallen los procedimientos específicos y los costos. Estaría buenísimo poder hacerlo desde el sector público, pero siempre la fertilización in vitro requiere técnicas muy costosas».
Para Marcelo Vila, consultor de la Organización Panamericana de la Salud, la paternidad de personas portadoras es un derecho, al igual que el derecho a trabajar.»Son varios aspectos del mismo derecho a una vida digna: trabajar, tener hijos, estar atendidos.Tenemos la necesidad de avanzar en el acceso universal a la salud, la prevención y atención con VIH. Estas técnicas hacen a la atención integral del portador». La falta de información es una primera barrera contra ese derecho. La segunda es la falta de infraestructura: no todos los tratamientos son posibles en el sector público, donde, según Vila, se atiende al 70% de los portadores del virus.
Y tu mamá también
«Empecé a pensar en la fecundación una vez que habíamos probado los métodos caseros. El semen, con una jeringa, se inocula en la vagina. No pasó nada. La otra es tener sexo y dar vuelta el preservativo usado adentro de la vagina. Otra vez, nada». Julia pestañea un poco cuando habla porque la luz dicroica del bar le pega justo en los ojos. Pero no se da cuenta, porque lo que está contando es demasiado importante. Después de tantas cosas que le pasaron, está recordando el momento en que decidió traer un hijo a este mundo. «Estaba apurada por dos cosas: primero, por el tema de la edad y segundo, porque mi carga viral estaba subiendo». Julia tiene 36 años y sabe desde hace trece que es portadora de HIV. Pero su marido no lo es. Son, lo que se llama en la terminología médica, una pareja serodiscordante. «Mi novio había consumido drogas antes de la relación conmigo. Pero había hecho rehabilitación, se suponía que estaba todo bien. «Boluda yo, que no me cuidé», dice ella. Y como si esto fuera poco, a Julia le tocó bailar con los más feos. «Mis viejos son militares —dispara— y los médicos que me atendieron decidieron ir inventando cosas». Los médicos uniformados no estaban preparados para que esto ocurriera dentro de la familia militar. «Me dijeron que si no le podía decir a mis viejos, que ellos me acompañaban y les decíamos todos juntos», y armaron una cadena de mentiras que duró un tiempo demasiado largo. «Cuando se destapó esa olla, fue todo un despelote», recuerda Julia, que cuenta todo esto como si le hubiera sucedido a otra persona. Hasta que, de repente, su pensamiento se toma un respiro. Y ella se quiebra: sus ojos ya no pestañean sólo por la luz dicroica. «Espero no ser de ese porcentaje mínimo de madres que transmiten el virus», dice. Es un porcentaje menor a 0,5%, lo sabe. «Todo muy lindo, pero pese a los antirretrovirales, pese a que la enfermedad es ya algo similar a una diabetes, algo crónico que se puede llevar bien, sigue habiendo gente que se muere de Sida». Pero con la misma velocidad vuelve a la compostura y al histrionismo, capaz de poner en escena a todos los personajes presentes en la clínica el día del parto por cesárea. «Sólo unos pocos conocidos y amigos saben la verdad, entonces la mayoría me ametrallaba»: —¿Por qué tantas vacunas? —¿Viste? Yo pregunto lo mismo.
—¿Y por qué no le das la teta? —No puedo, no tengo leche.
—¡Pero hacé el intento! —Ufa.
—¿Y por qué estás fajada? —La puta madre, me quiero ir.
Ella dijo y yo dije
Y también están los casos en que ambos son portadores. Adriana tiene 35 años y está en el quinto mes de embarazo. Se toma las cosas con un humor difícil de sospechar desde el prejuicio de los que nos sentimos afuera de su mundo.
Adriana dice que, precisamente, ese prejuicio fue la causa del descuido por el que contrajo el virus. «Vos considerás que, por estar casado y tener hijos, el tipo no puede ser portador. Ojo, no fui nunca monja, no fue el primero ni el último tipo en mi vida, pero fue el único con el que no me cuidé».
«En 2001 me enteré de que era portadora porque tenía las uñas destrozadas, una candidiasis que no se me curaba.
Hasta que una dermatóloga se iluminó y me pidió un HIV». Estaba de novia con otro. «No lo había digerido yo y, con todos los monstruos que implica el ser positivo, se lo fui a contar. Con él me cuidaba y le dije que hiciera lo que quisiera. Seguimos un año y medio más y nos separamos, por cosas de pareja, no por la enfermedad».
Pero con el padre del hijo que lleva en el vientre, fue distinto. Tenían amigos en común, aunque no se conocían directamente. «¿Te acordás del amigo de fulano? Bueno, también se acaba de enterar, igual que vos, de que es portador», le dijeron. Cuando se vieron, los dos sabían cómo venía la mano. «Fue muy loco porque los dos fuimos siempre muy piratas. Y no sé si habían pasado veinte días de estar juntos, que ya quisimos tener un hijo. Nunca tuve esos sueños color de rosa, nunca fui Susanita, pero siempre pensé que, como fuera, en algún momento quería tener un hijo. Y ahora entiendo lo maravilloso que es tenerlo con la persona que amás.
Cuando me enteré de que estaba infectada, una de las cosas que más me jodía era pensar que no se podía».
—Pero hasta el momento de decidirlo ¿se cuidaban? —Claro, hasta el momento de decidir el hijo nos cuidábamos, y en este momento también nos cuidamos porque, aunque los dos seamos portadores, puede haber reinfección.
En algunos casos lo llaman superinfección o adquisición de distintas cepas del VIH. En demasiadas ocasiones sucede que una pareja seropositiva decide no cuidarse y, con eso, agrava muchísimo el problema. Si el segundo virus se adquiere después de la seroconversión, es decir, cuando la primera cepa del virus ya se encuentra establecida, la reinfección por el HIV puede contribuir a un desarrollo más rápido del Sida. Quizás no esté de más repetir que ser portador de ese virus no es lo mismo que tener Sida, que sólo se llama así a la fase más avanzada de la infección, cuando las defensas disminuyeron como consecuencia de la acción del virus sobre el sistema inmunológico y la persona presenta lo que la jerga médica llama infecciones oportunistas.
Pero a Adriana no le gusta hacer de esto «el tema» de su vida. «Un diabético no se la pasa hablando de diabetes. Un hipertenso no se come algo con tres kilos de sal. Me acuerdo cuando tengo que hacer controles, pero tengo adherencia del cien por ciento al tratamiento». Eso es algo que todos los entrevistados también sienten necesario contar. Y muchos aseguran que no es fácil tomar todos los días el medicamento. En la mayoría de los casos, los hace acordar de su condición, que se sobrelleva con tanta facilidad que es fácil olvidarla. Sobre todo porque, como dice Adriana, no hay por qué darse cuenta a simple vista si una persona es portadora o no. Y el miedo a la discriminación hace el resto para ocultarlo. Al respecto, Adriana es voluntaria en una ONG que lucha contra el desarrollo de la enfermedad y muchas veces toma contacto con seropositivos que están en tratamiento.
«Cuando algunos se enteran de que yo también soy portadora, tienen las reacciones más raras. Algunos se ponen mal, otros directamente lloran, otros me dicen que no lo pueden creer. `Y si vos sos portador y no se te nota, ¿por qué se me tendría que notar a mí, boludo?´, les digo. Pero no hay caso, el prejuicio está en todos lados.
Recuadro:Mi mamá me vacuna
Entre las mil derivaciones posibles que tiene la relación maternidad-paternidad HIV, aparece una experiencia que dora la píldora del siempre listo orgullo nacionalista. Es improbable que se junten multitudes en la puerta del Hospital Garrahan con banderas patrias a cantar «Argen-tina, Ar-gen tina» y, sin embargo, el descubrimiento que se llevó a cabo en ese lugar de la ciudad de Buenos Aires permite abrir una puerta para la siempre esperada vacuna contra el HIV.
Un equipo con sede en la Universidad de Texas que operó en varios países del mundo, llegó a la conclusión de que la composición genética de cada persona la predispone de distinta manera a adquirir el virus y a desarrollar el Sida. Andrea Mangano es una de las cabezas argentinas del proyecto.
Investigadora del Conicet y responsable del Laboratorio de Biología Celular y Retrovirus del Garrahan, Mangano lo explica con palabras sencillas: «En el 96, cinco grupos descubren casi simultáneamente que, para entrar en el organismo, el virus tiene, por decirlo de alguna manera, que abrir dos puertas que son las moléculas CCR5 y CXR4 que están en nuestro cuerpo. Muy rápido se supo que las personas que tienen menos copias de esta molécula son más resistentes al HIV. Es un defecto genético. La mala noticia es que estas personas son menos del 1% de la población mundial y son siempre gente de origen caucásico». Para decirlo clarito: en África, donde la epidemia se lleva unas seis mil personas diarias, no sólo son más vulnerables socio económicamente al virus, sino también en términos genéticos.
Lo que Mangano y su equipo hicieron fue registrar la historia personal y médica de unas 800 mamás portadoras del virus y de sus bebés. La idea consistía en investigar por qué motivo, si todas las mamás eran portadoras, sólo 400 bebés fueron infectados. Y el resultado, claro, tuvo que ver con la aparición o no de la famosa molécula. Entre otras muchas cuestiones prácticas que resultan de este descubrimiento, está claro la reformulación del concepto de «vacuna contra el SIDA» que desvela a científicos y legos. «Hasta el momento —dice Mangano— se consideraba a la vacuna como una cosa universal. El hecho de que las distintas condiciones genéticas presentan distintas batallas contra el virus, nos lleva a pensar en forma distinta. Una vacuna puede andar muy bien en un grupo genético y no en otro. Es decir, se puede aprovechar la información genética para desarrollar distintos tipos de vacunas que ayuden a la persona a defenderse del virus».
http://www.criticadigital.com.ar/index.php?secc=nota&nid=22588