Un viejo dicho popular dice que “Madre hay una sola”. La evolución del mundo demostró —por fortuna— que ni en todas las familias hay una sola madre, ni hay una sola manera de ser madre. Ni un solo tipo de madre. Incluso la misma madre es siempre muchas madres: la que mima, la que juega, la que alimenta, la que abriga, la que protege, la que se cansa, la que teme, la que llora, la que grita, la que lucha. Y no siempre la que gesta.
“Mamá, es la historia más linda que escuché”. Esto le dijo Bianca, con solo tres años, a Maica, su mamá, cuando le pidió un hermanito y ella le explicó que no podía tener bebés y se sentó a contarle su historia.
Maica y Juan viven en Capital Federal y se casaron en 2006. Juan ya tenía dos hijos, Maica, un deseo enorme y una certeza absoluta: quería ser madre. Empezaron a buscar un embarazo pero no llegaba. Se analizaron los dos y detectaron que Juan tenía hipotiroidismo, que genera infertilidad. Se empezó a medicar y volvieron a intentarlo. Maica quedó embarazada rápidamente pero a los tres meses lo perdió. Y aunque sabía que era algo frecuente, volvió a hacerse estudios para saber si había algo que hubiera causado esa pérdida. Le diagnosticaron trombofilia, lo que significaba que en el siguiente embarazo debía medicarse apenas se enterara. Pasó algo más de un año cuando supo que, nuevamente, estaba esperando un bebé.
“Fue en el 2009, quedé embarazada pero al sexto mes lo perdí. Tuvieron que hacerme una cesárea de urgencia. Al otro día se me distendió el útero y me dio una hemorragia interna, con lo cual terminaron sacándomelo. Fue cuestión de minutos, si no lo hacían me desangraba”. Maica lo cuenta de un tirón, sin angustia ni inflexiones en la voz. Aunque se le teñirá de tristeza más adelante, cuando vuelva a evocar esas pérdidas: “Parece que se te viene el mundo abajo. Pero lo que yo creo es que uno no tiene que rendirse cuando realmente quiere algo. Cuando el deseo es tan profundo: yo no me rindo”.
Y no lo hizo.
“Cuando el médico me contó lo que había pasado me dijo que no había tenido opción, que estuve muy cerca de morirme y si estaba viva era por algo. En ese momento, más allá del gran dolor por la pérdida de mi bebé, sentía eso, si había quedado con vida era para algo y no podía desperdiciarlo llorando: necesitaba ponerme fuerte para que realmente valiera la pena”, dice Maica. De fondo se escucha a Bianca cantar a los gritos.
Para ese momento, Juan, conociendo a su mujer, ya había pedido una entrevista en el Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (RUAGA) para empezar a considerar la adopción como alternativa. “Él sabe cómo soy, que cuando quiero algo, como sea, lo voy a conseguir. No me comentó nada hasta que salimos del sanatorio y yo le pregunté: ‘¿Cómo seguimos con esto?’”.
La entrevista fue decisoria, recuerda, porque allí le dijeron que lo que ella deseaba, ser mamá de un bebé chiquito para poder criarlo y cuidarlo desde pequeño, podía demorar meses, años o incluso no suceder nunca.
“Nunca”. Esa palabra resonó tan definitiva que en ese mismo instante empezaron a pensar en otras vías. La subrogación era una. Comenzaron a hacer entrevistas vía skype con instituciones de Estados Unidos, India y Brasil, donde la subrogación era frecuente. Estaban considerando estas opciones cuando Cata, una amiga de Maica que la había acompañado en sus embarazos y pérdidas, le dijo: “Estuve pensando: yo sé lo importante que es para vos ser mamá. Sé todo lo que pasaste y lo que sufriste y te quiero ayudar. Me encantaría llevar tu bebé en mi panza”.
Al principio Maica no la tomó en serio, dice que la cabeza le estalló. No terminaba de comprender lo que su amiga le ofrecía. Pero Cata no claudicó. La vez siguiente que se vieron, volvió a la carga: le dijo que sus hijos estaban de acuerdo, que ya lo habían hablado y que ella quería prestarle la panza: “La abracé fuerte, lloramos un montón —ahora sí a Maica se le parte la voz de emoción—. Que alguien desinteresadamente venga y te preste su panza es increíble. Cata es un ser de otro planeta”.
Maica estuvo pendiente de su amiga durante todo el embarazo: la cuidó, corrió para cumplirle antojos, entró con ella a todos los controles. Y cuando llegó el parto, lloró hasta el equipo médico, porque era el mismo que había estado con Maica cuando perdió su bebé y su útero. “Mi obstetra lloraba y me decía: ‘¡Lo logramos!’”. Maica lo revive y se emociona de nuevo.
Desde que decidieron que iban a tener a Bianca por subrogación, Juan y Maica comenzaron a buscar abogados que los acompañaran: querían que no hubiera conflictos legales, ni dudas: Bianca sería su hija biológica y así deseaban anotarla. Dieron con la profesional a los siete meses de embarazo: la doctora Fabiana Quaini.
Lo que ocurre es que, si bien en Argentina no está prohibida la subrogación de vientre tampoco está legislada y ese vacío legal genera que sea necesario contar con un aval de la Justicia que garantice la filiación con los padres procreacionales, es decir, quienes recurren a esta alternativa.
Una vez que nació Bianca, en 2012, con el consentimiento de Cata, debieron hacerle una prueba de ADN para constatar que efectivamente era producto del embrión de Maica y Juan. Y así comenzó el trámite que demoró un año y tres meses. Hasta que, a mediados de 2013, le otorgaron al matrimonio la maternidad subrogada. Fue el primer fallo judicial de este tipo en la Argentina.
Desde ese momento y hasta el 2017, en la ciudad de Buenos Aires, cada caso se planteaba judicialmente porque la partida de nacimiento se hacía a nombre de la mujer gestante y del padre procreacional entonces, luego, debía impugnarse. En 2017 eso se modificó y se resolvió que para los nacimientos por gestación por sustitución se inscribiera a los niños y niñas como hijos e hijas de los padres procreacionales. Para ello, deben presentarse consentimientos. En las demás provincias del país aún debe judicializarse cada caso. Es decir que son los jueces y juezas quienes deben avalar estas gestaciones y la inscripción de los y las bebés a nombre de las parejas que la soliciten.
Ocho años después del nacimiento de Bianca, ya hay 47 casos de “gestaciones solidarias” autorizadas (en algunas, incluso, las sentencias dictaron la cobertura de los gastos del tratamiento) y 52 fallos judiciales (unos pocos fueron apelados). Y pese a esto, el vacío legal sigue siendo el mismo. En materia de normas, existe una Guía de buenas prácticas “para la implementación de un programa integral de Técnicas de Reproducción Humana Asistida” y proyectos de ley presentados en ambas cámaras para que esto se regularice, que siguen sin prosperar. El último fue presentado en julio de este año por la diputada Gabriela Estevez, del Frente de Todos-Córdoba.
“El caso de Bianca sentó jurisprudencia —dice Maica—. Y hoy hay un montón de bebés anotados de esta misma forma. Creo que ahora es menos engorroso que lo que nos tocó a nosotros, por ser el primer caso. Pero si me preguntás si lo volvería a hacer: no tengo dudas. Yo tenía la convicción de que si sobreviví después de todo lo que pasé, fue para algo. Y esta también fue una forma de darme cuenta de qué era lo que tenía que hacer”.
Soledad y Roxana viven en Villa Nueva, una ciudad cordobesa con menos de 20.000 habitantes, pegada a —la más afamada— Villa María. Se conocieron hace 15 años, cuando coincidieron como compañeras de trabajo en una heladería. A las jornadas laborales les siguieron las tardes de mates, los fines de semana, las vacaciones, hasta que terminaron por compartir cada aspecto de sus vidas: “Nos hicimos inseparables”, dice Roxana.
Cuando se conocieron Roxana ya era mamá de Joaquín. Y Soledad, a los pocos meses, quedó embarazada por primera vez. Pero al poco tiempo lo perdió. Fue la primera de seis pérdidas que tendría en los años siguientes. Comenzaron a estudiarla porque no lograban detectar por qué no podía retener sus embarazos, hasta que le diagnosticaron trombofilia y le sugirieron la reproducción asistida. Pero tampoco funcionó. Habían pasado siete años de la primera pérdida cuando otro análisis arrojó que Soledad tenía tumores benignos en las paredes del útero. Se los extirparon y, dos años después, con las ilusiones renovadas, ella y su marido intentaron un nuevo tratamiento de fertilidad. Al momento de extraer sus óvulos se dieron cuenta de que los ovarios se le habían pegado a los riñones. Debieron intervenirla y, aunque pudo conservar sus ovarios, tuvieron que extirparle el útero. No solo volvía a disolverse su ilusión sino que se extinguía irreversiblemente la posibilidad de lograr un embarazo.
En ese momento Soledad le dijo a su marido, Jorge, que, aunque se amaran, ella comprendía si él prefería separarse y buscar a otra persona para formar una familia. Sorprendido, le dijo que no, que era un camino que habían empezado juntos y seguirían hasta el final. Aunque entonces no imaginaban ni cuándo ni cómo llegaría.
“Yo viví todo con ella, sus pérdidas, sus operaciones —recuerda Roxana del otro lado del teléfono—. Fue durísimo”.
Mientras Soledad estaba en plena lucha, Roxana libraba la suya: también quería ser madre por segunda vez. Si bien con Joaquín había tenido un embarazo y un parto sin complicaciones, cuando lo intentó de nuevo, no pudo volver a quedar embarazada. Ella también se sometió a estudios hasta que descubrieron que sus trompas de falopio estaban tapadas. Le hicieron una intervención para destaparlas pero no lo lograron. Y, como antes había pasado con su amiga, le recomendaron que lo intentara con fertilización asistida. Ella y su marido se hicieron tres inseminaciones artificiales pero nada sucedió. Entonces decidieron concretar su deseo de otra forma y adoptaron a Francesca, que es ahijada de Soledad.
Roxana se había decepcionado de las inseminaciones y no pensaba volver a intentar una gestación, hasta que se vio atravesada por el sufrimiento de su amiga. “Realmente no lo pensé. Se me ocurrió en un momento y dije: ‘Lo tengo que hacer’. Se lo planteé a mi marido y a mi hijo, y me dijeron: ‘Si vos estás segura, nosotros te vamos a apoyar siempre’. La llamé por teléfono y le dije. Ella primero me dijo que no. Pero seguí insistiendo hasta que me dijo que sí”, cuenta Roxana.
Lo que siguió tampoco fue fácil. Como Maica y Juan, una vez tomada la decisión salieron a buscar un aval legal.
Pasaron casi dos años más hasta que Soledad dio con un abogado mendocino que aceptó acompañarlas en el nuevo camino que iban a emprender. El abogado se trasladó a Villa María porque ellas deseaban, además, que quedara allí un precedente e iniciaron el trámite judicial. Esperaron con ansias la resolución que llegó de forma inesperada: un buen día, antes de que su abogado llegara a avisarles, la radio contaba que por primera vez, en esa pequeña localidad, un juez había fallado a favor de que se llevara a cabo la subrogación de vientre.
“La segunda inseminación la hicimos el 7 de septiembre de 2018. Fuimos los cuatro, Raúl, mi marido, también nos acompañó. Cuando salimos, Sole me abrazó —Roxana habla y su garganta tiembla— y me dijo: ‘Esta vez sí, gorda’”. Y Jorge me preguntó: ‘¿Qué sentís, Ro?’. ‘Sí’, le dije, ‘Esta vez, sí. Y va a ser una nena’”.
El embarazo fue de a cuatro, o a veces de a seis, cuando a los controles se sumaban los hijos de Roxana y Raúl. “Desde el momento en que dije ‘lo quiero hacer’ tuve claro que no iba a ser mi hija. Yo sabía que iba a ser mi ahijada y que íbamos a estar toda la vida unidas, pero era para ellos. Yo iba a ser ‘su casita’. Lo lo viví rebien [al embarazo]. Le hablaba a la panza, la llamaba a Sole si me pateaba para contarle, para que ella fuera sintiendo lo mismo. Ella siempre dice que sintió el embarazo como si lo hubiera llevado”, dice Roxana.
Isabella nació el 3 de junio de 2019. Roxana le pidió a su obstetra ser ella quien se la entregara a sus padres. La idea era que Soledad presenciara el parto, pero no hubo tiempo, Roxana parió a Isabella sin dejar siquiera que el obstetra se pusiera el ambo. Se la apoyaron en el pecho, ambas lloraban. Enseguida se presentó: “La miré y le dije: ‘Yo soy la madrina, ya vamos con mamá’”, recuerda. Y sigue: “Me subieron a la silla de ruedas, me dieron a Isabella, abrieron la puerta y ahí estaban Sole y Jorge, esperando. En ese momento, al verles la cara, se terminó de completar mi felicidad. Sole lloraba, me abrazaba y me decía: ‘¡Gracias!’ y no me agarraba la nena. Entonces la miré y le dije: ‘Gorda, agarrala porque ya está, eh’”, dice Roxana con su tonada cordobesa, como rematando la emoción con un chiste.
Soledad y Roxana viven a siete cuadras y antes del aislamiento se veían todos los días. Seguramente cuando se termine lo volverán a hacer. Además, a Jorge y Soledad aún les queda un embrión y ya está hablado: cuando pase la pandemia, los tres buscarán el segundo embarazo.
“¿Y si alguien me presta la panza? ¿Pero acá se hace eso? ¿Y cómo se hace?”. Lorena recuerda la primera vez que se preguntó si la subrogación de vientre, en Argentina, era posible, con Santino, su niño de 10 meses, balbuceando en su falda.
Ella y su marido, Carlos (al que le dicen Lolo), viven en Avellaneda y se casaron en 2010. Lorena ya era mamá de Nacho, al que había tenido a sus 20 y criado como madre soltera. Ese embarazo había transcurrido sin complicaciones, pero en el parto había sufrido violencia obstétrica y ese episodio había puesto en riesgo su vida y la de su bebé. Lolo no tenía hijos y crió a Nacho como si fuese su padre, pero los dos soñaban con tener un hijo o hija juntos y completar su familia.
Cuando comenzaron a buscar, Lorena quedó embarazada rápidamente. Los estudios indicaban que todo iba bien pero una madrugada, a los cinco meses de gestación, comenzó a sentir mucho dolor y se fueron de inmediato a la clínica. “Cuando llegamos, yo ya no podía respirar. Ahí me di cuenta de que algo estaba muy mal. Una partera, que era maravillosa, me dijo: ‘Mirá, mamá, el bebé está naciendo’”. Lorena no entendía nada. Solo rezaba y se preguntaba si se podría salvar. Rompió bolsa y tuvo un parto vaginal, pero el bebé no se salvó
Cuando volvió a ver a su médico le pidió que la examinara para saber qué había sucedido; intentarían un nuevo embarazo y quería asegurarse de que marchara bien. Pero el ginecólogo, sin darle demasiada importancia, le respondió que ella estaba sana y que esas cosas pasaban. “Y yo confié en él”, dice.
Lorena volvió a embarazarse rápidamente y, para dejarla tranquila, el médico le hizo un cerclaje: una costura en el útero para encogerlo y que quedara más cerrado y firme para contener al bebé. Pero pese a esto, la situación volvería a repetirse dos veces más, de la misma forma: a los cinco meses llegaba una madrugada fatídica y ella se partía de dolor. Lo que seguía, ya lo sabía: otro parto hundido en la tristeza, otro hijo que despedía. Y su cuerpo en carne viva, completamente roto. Como si no bastara, volvió a sufrir violencia obstétrica.
En el último embarazo logró continuar la gestación, internada, hasta los seis meses, cuando empezaron las contracciones incontenibles. Se prepararon, felices, para el parto. La beba sería seismesina y recuperaría fuerzas afuera, pensaron.
Con una cesárea que se parecía a lo que tanto habían soñado, con Lorena y Lolo agarrados de la mano, nació Lola. “Era chquitita, lloró, me la dieron para que le diera un beso que todavía tengo marcado en la memoria —dice Lorena— y se la llevaron. Estuvo internada menos de 20 días, en realidad no había alcanzado los seis meses de gestación y su organismo no había llegado a desarrollarse. Murió en mis brazos”, dice Lorena, y esa frase es como una daga en el corazón.
La muerte de Lola tampoco los detuvo. A esta altura, sin saber por qué le había pasado todo aquello, Lorena descartó la posibilidad de volver a embarazarse y empezaron a pensar en la subrogación, pero no sabían dónde ni cómo. Un día, ella escuchó por televisión a la doctora Fabiana Quaini: la misma abogada que había acompañado a Juan y Maica hablaba de los casos en los que esto se podía hacer en el país. “Agarré una lapicera rápido y dije: ‘Donde me diga, voy’”. Quaini los mandó a Halitus Instituto Médico, una clínica que se dedica a la reproducción asistida por diferentes métodos. La subrogación es uno de ellos, siempre y cuando la pareja demuestre que no puede lograr la gestación. Dadas sus circunstancias los autorizaron a hacer el tratamiento. Ahora solo faltaba un detalle: encontrar a la subrogante.
También esta parte fue dura. Lo intentaron dos veces con dos personas diferentes que lo hacían a cambio de beneficios: ayuda económica, comida, ropa, obra social (que es parte del trato) y hasta el alquiler de un departamento. Pero ellas no se tomaban en serio el tratamiento que debían seguir previo a la inseminación. Lorena y Lolo costeaban todo con mucho esfuerzo y no toleraban más decepciones. Un año y medio invirtieron en ilusiones y gastos con la primera chica, y otros casi dos con la segunda. Ninguna cumplió su parte del trato.
Estaban casi derrumbados cuando apareció Ana, una amiga de Lolo de toda la vida, gualeguaychuense por adopción. Ella tenía tres hijos, pero la más chica, Sara, tenía autismo y había fallecido hacía poco con solo 10 años. Al conocer la situación, Ana le dijo a Lolo: “Si querés lo hago yo”.
“Cuando Lolo me contó eso me emocioné porque Ana no tenía ningún interés. Lo hacía por puro amor”, dice Lorena. Pero con el fallecimiento de su hija no se le ocurrió que la propuesta fuera en serio. Hasta que un día, charlando con ella le preguntó si conocía a alguien que estuviese interesada en ser subrogante. “Y me dice: ‘No, yo no conozco a nadie, te dije que lo voy a hacer yo’. Me puse a llorar, mi marido se puso a llorar. Y ahí arrancamos”, recuerda.
Solo les quedaban dos embriones. Dos intentos para cumplir el sueño al que le había dedicado su vida juntos. La primera transferencia y un análisis negativo volvió a partir sus ilusiones en pedazos. Luego de hacer la segunda tenían que esperar 15 días para saber. Cuando Lorena recibió un mensaje de Ana con la foto del resultado empezó a gritar en medio del shopping en el que estaba: “Lo llamé a mi marido a los gritos, gritábamos y llorábamos por teléfono. Llamamos a la doctora y ella también lloraba porque nos había acompañado por más de siete años”.
Los momentos que siguieron fueron felicidad plena. Una felicidad que se había hecho esperar demasiado. Lorena entró a la sala de partos con Ana: “¡Ay cuando salió Santino! Lo miraba y me preguntaba si era real lo que estaba viviendo”, recuerda. La tristeza solo los sobrevoló cuando, después de unos días de reposo en su casa, Ana debió volver a Gualeguaychú: “Nos abrazamos con el bebé y lloramos, porque era un despegue”. Ese abrazo sucedió en febrero, un mes antes de que empezara la pandemia. Cuando termine, lo primero que harán Lorena y Lolo será viajar a Entre Ríos para volver a verse.