Agustín Bolontrade, bioquímico, siempre había querido ser papá. Su pareja, Ariadna, odontóloga, no estaba tan convencida. Él vivía en General Belgrano y ella, en La Plata. La pandemia los unió en la ciudad ubicada a 160 km de Buenos Aires y tomaron la decisión. Pero los esperaba una sorpresa.
Se estima que alrededor del 15% de las parejas tienen problemas de fertilidad, una de cada seis. Tradicionalmente, se adjudicaba la responsabilidad a la mujer. Hoy se sabe que entre un 30 y un 40% de los casos se deben a factores femeninos, otro 30% a factores masculinos, y el resto es compartido.
“Hace años, los hombres no cambiaban un pañal y hoy no solo cambian pañales, sino que se involucran por igual en la búsqueda de un hijo –comenta Sergio Pasqualini, director de Halitus–. Ahora, la que consulta es la pareja, y si no viene el hombre, te pide disculpas”.
“Desde las épocas de la Biblia, siempre se consideró que era la mujer la que fallaba si no había un embarazo. Muchos hombres piensan que mientras tengan eyaculación y no presenten problemas sexuales, no van a tener problemas de fertilidad. Incluso uno ve en muchos hombres que cuando se les diagnostica un problema de fertilidad empiezan con problemas sexuales, porque se vincula fertilidad con virilidad –afirma Ramiro Quintana, director de Quintana Salud Reproductiva–. Cuando uno atiende a una pareja, la mujer lo que quiere es tener un diagnóstico. Al ponerle nombre y apellido a lo que tiene, se siente segura, porque eso puede tener un tratamiento y una solución. El hombre cuando obtiene la muestra de semen para hacer un espermograma está dando examen. Desde el principio las posiciones son emocional y culturalmente diferentes”.
“Yo tenía 37 y ella, 34 –cuenta Agustín–. Empezamos a buscar un bebé y la médica nos aconsejó que intentáramos un año. Pero a los tres o cuatro meses, cuando vimos que ‘Ari’ no quedaba embarazada, pensé en hacerle una prueba de hormona antimulleriana (sus niveles son proporcionales a la reserva ovárica), y le da por el piso. Fue un golpe durísimo. En nuestro caso, yo no era el inconveniente, pero en definitiva uno tiene que entender que es un problema compartido. Es uno de los primeros pasos que hay que dar para poder afrontarlo y buscarle solución”.
Era el primer año de la pandemia, pero una amiga, embrióloga, les aconsejó que hicieran una consulta. “A mí me interesaba saber qué profesional tenía los mayores logros, pero nos sugirió que buscáramos a alguien con el/la que nos sintiéramos bien, porque mucho del éxito de un tratamiento de fertilidad va más allá del diagnóstico y tiene que ver con la relación médico-paciente”, sigue. Empiezan a atenderse con Eugenia Baum, y se someten a tres tratamientos de estimulación ovárica, sin éxito. “En un intento, el óvulo no perduró. Ese fue otro golpe. Después en otros dos ‘dieron mal’ las hormonas, no se podía –continúa Agustín–. Yo ya ahí quería resolverlo de otra manera, tal vez mediante la donación de óvulos. Fue después de la entrevista con la psicóloga, que ‘Ari’ comprendió que la madre biológica seguía siendo ella, que no dejaría ella de ser ella, ni su hijo de ser su hijo por llevar una gestación con un óvulo donado”.
Recibieron óvulos del extranjero y generaron los embriones con la muestra de Agustín. De todos, dos fueron viables. “Ya para ese momento, cuando Eugenia [Baum] me dice que iban a ver si había un embrión como para implantar, yo pregunté si no había uno congelado de otra pareja que ya no quisiera tener más chicos y hubiera decidido donarlo, algo que muchos de los que pasan por este trance hacen porque entienden lo que se sufre –relata–. Ya había madurado y había entendido que ser madre o padre iba más allá de la genética. Estábamos viajando para hacer el procedimiento cuando nos llaman y nos dicen que de los dos embriones, uno está muy bien y otro más o menos. ‘¿Tienen drama si implantamos los dos? O sea que pueden venir mellizos’, nos preguntó Eugenia. Ya habíamos hablado del tema y estábamos ‘jugados’. Se implantó uno y así llegó Oliverio”.
Múltiples evidencias sugieren que en las últimas décadas hay un descenso de la fertilidad, tanto en mujeres como en hombres. “Los espermogramas muestran menor movilidad y cantidad de espermatozoides –dice Pasqualini–. Y la respuesta de las donantes de óvulos de hoy no es la misma que teníamos hace 20 años en mujeres jóvenes. Se habla mucho de la mujer porque tiene un tiempo de fertilidad más acotado, pero la realidad es que el hombre también va declinando. Por eso, así como se le dice a una mujer que averigüe cómo está su reserva ovárica y, si califica, que congele óvulos, también cabe sugerirle a un hombre que alrededor de los 30 congele espermatozoides. Si quiere tener un hijo a los 55, es mejor que lo tenga con espermatozoides de 30 años”.
Son varios los factores ambientales que pueden conspirar contra la fertilidad masculina. Entre ellos, están los alimentos ultraprocesados, el estrés, ciertas medicaciones. “Hoy es infrecuente, incluso en parejas jóvenes, que no tomen fármacos para la hipertensión o ansiolíticos. En los hombres, medicación para que no se les caiga el pelo, una serie de cosas que en mayor o en menor medida pueden afectar la producción de espermatozoides –explica Quintana–. ¿Y porqué se afecta tanto la producción de espermatozoides? Porque al producirse espermatozoides todos los días, si bien tardan 75 días en madurar, el tejido es muy activo metabólicamente, y cuanto más activo, más sensible a lo que pasa ‘por afuera’, a pesticidas u otras sustancias tóxicas”.
La fertilidad masculina fue siempre menos estudiada y se desarrollaron menos tratamientos porque es más fácil recolectar una muestra de espermatozoides y con una pequeña cantidad realizar la fertilización in vitro. “Luego, aparece la inyección intracitoplasmática del espermatozoide (ICSI) y entonces, con uno solo se inyecta adentro de un óvulo –destaca Quintana–. Y si el hombre no tiene espermatozoides en el espermograma, se puede hacer una biopsia de testículo y si encontrás, lo usas en ese momento”.
Después del desarrollo de la inyección intracitoplasmática del espermatozoide (ICSI), dice Pasqualini, se pensó que se había terminado con los problemas de fertilidad en los hombres. “Total, si tenemos un espermatozoide, lo inyectamos y listo –dice–. Pero después fuimos aprendiendo que no basta con cualquier espermatozoide, sino que tiene que ser ‘de buena calidad’. Y que un espermatozoide de una muestra de semen buena no es lo mismo que el obtenido de una mala. Y fuimos aprendiendo cuáles son los factores que pueden afectar la fertilidad masculina. Hoy sabemos que inciden la obesidad, el estrés, la salud digestiva y la inflamación sistémica crónica de bajo grado (tanto en él como en ella). Estamos estudiando qué se puede hacer en el laboratorio para mejorar los espermatozoides y estamos realizando investigaciones para probar in vitro, por ejemplo, si los polifenoles puedan mejorar su calidad. Si se demostrara, aparte de antiinflamatorios y antioxidantes, podrían llegar a ser de beneficio en la fertilidad”.
La inteligencia artificial también interviene en el ámbito de la fertilidad asistida. Por ejemplo, se utiliza la selección espermática mediante microfluidos para descartar aquellos espermatozoides que presentan un alto índice de fragmentación en su ADN. “De ese modo –cuenta Pasqualini–, se pueden elegir los mejores para realizar un ICSI. Y también existe un software que indica a través del microscopio los espermatozoides de mejor calidad y movilidad”.
Quintana coincide en que para contrarrestar la acción nociva de radicales libres, factores emocionales y ciertas enfermedades pueden ser de utilidad las dietas con probióticos, la mediterránea, la actividad física, la meditación. “A veces tenemos que enseñarle a respirar al paciente y explicarle que respirando mejor va a cambiar las concentraciones de adrenalina, y eso a su vez va a mejorar la calidad del óvulo, la calidad del espermatozoide”, concluye.
Por su parte, Pasqualini agrega que pueden ser útiles el yoga, la gimnasia, la acupuntura, la medicina tradicional china… “todo lo que moviliza los recursos propios del cuerpo en pos de que funcione lo mejor posible. Hasta escribir, porque la escritura también es sanadora”, afirma.